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Grandes ídolos

Cesar Cueto

CARRERA PROFESIONAL:

Muy poco espacio para escribir algo tan magnánimo. El peruano, sin dudas, es un top 5 de la historia. Para quienes cuentan más de 40 años, ver a César Cueto Villa fue como estar a la Diestra del Señor. “El Poeta de la Zurda” jugaba con el maravilloso sentido de la irresponsabilidad en el cual se le tiraban caños insolentes a las tristezas de la vida. El Inca hacía que las ilusiones fueran posibles y que lo inesperado fuera viable. El peruano estaba ungido con el don del espectáculo. Jugaba como los dioses. Acariciaba al hincha con sus sombreros, sus gambetas, sus pases, sus tacos, sus túneles. Ir al estadio era una obligación. Porque además se bajaba del pedestal de las deidades y se asumía con las debilidades de un mortal cualquiera: de vez en cuando transpiraba. Por eso toda la fauna que respira fútbol, o que respira gracias al fútbol, terminó agradeciendo su inmenso legado.

César Cueto honra la memoria de Atlético Nacional. Sus goles de tiro libre a Pedro Zape en el Pascual y a Juan Carlos Delménico en el Atanasio antes del título del 81 son las creaciones de un artista. Por ello decora el recuerdo con un inagotable talento y para muchos de nosotros es un lema, un distintivo, un rastro, una pista, una prueba, una estampilla, un tatuaje, un don, una gracia… Pero también un poder, un dominio, una potestad, un método, una técnica, un hábito, una ciencia, un arte, una pericia, una verdad, un dogma, una cultura, una facultad, un homenaje. Y además, un afecto, una ofrenda, un latido, una pulsación, una ideología, una filosofía, una religión, una creencia, una fe, una doctrina, un modelo, un pabellón, una divisa…

Sin dudas, Cueto le dio realeza al fútbol Verdolaga. Cuando la “Cucharita” cambió la piel de Alianza Lima por la de Atlético Nacional, la vida nos cambió a muchos. La culpa de este gran amor por el balompié, la tuvo Cueto. Porque era de esos jugadores que aprovechaba todas sus condiciones y las ponía al servicio colectivo. La jugada asoma un instante y se oculta luego. Cueto la veía en ese intervalo y la fructificaba, distinguiéndose por su gran enfoque de armador de un equipo de fútbol, puntualizando el buen juego. Jugaba bien porque tenía el toque como cimiento, buscaba la sorpresa a través de un dictamen que suministraba la expresión de su idoneidad y la de sus compañeros, usaba la sabiduría para dilucidar el juego y tenía una relación más que inseparable con la pelota.

Su fútbol siempre sintonizó la misma frecuencia de sus seguidores. Y jugaba de la misma forma en el Atanasio, o en Bogotá, Cali, Barranquilla o donde fuera. Encandilaba con su habilidad, deslumbraba con tanta destreza, seducía con su tremendo oficio. Podía fácilmente meter un cambio de ritmo de 50 metros y dejar atrás 6 o 7 jugadores regados, o colocar la sutileza lacerante del pase de 50 metros para que Herrera, o La Rosa o Sapuca, o “Barrabás”, o cualquiera, sentenciara. Su pelota detenida era formidable, ya fuera cobro directo o segunda jugada. Infalible desde los 12 pasos, desde donde conquistó la mayor cantidad de sus 40 tantos verdes. César Cueto, para concluir,  jugaba como su paisano Teófilo Cubillas, pero hechizaba como mi compatriota Gustavo Lorgia.