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2013 I‏: Somos campeones otra vez

Atlético Nacional consiguió una nueva corona en su largo historial y alcanzó su vuelta olímpica número 19 de su leyenda. Con 12 ligas, una Copa Postobón, una Superliga Postobón y cinco vueltas internacionales, el elenco verde es el más ganador de Colombia. Lo mejor: sus hinchas se sienten mareados de dar vueltas.

Por Ramón Fernando Pinilla H.

Atlético Nacional consiguió una nueva corona en su largo historial y alcanzó su vuelta olímpica número 19 de su leyenda. Con 12 ligas, una Copa Postobón, una Superliga Postobón y cinco vueltas internacionales, el elenco verde es el más ganador de Colombia. Lo mejor: sus hinchas se sienten mareados de dar vueltas.

Por Ramón Fernando Pinilla H.

La pólvora estalla en el cielo de mi tierra. La algarabía nuevamente se apoderó de la tranquilidad de la noche. Una victoria apoteósica en Bogotá, permitió el delirio popular más grande del país futbolero. Atlético Nacional derrotó 2-0 a Santa fe en el estadio Nemesio Camacho El Campín y con eso nuevamente envió a su afición a contarle a las calles su felicidad. Doce estrellas en el escudo y siete títulos más de otros torneos, hacen de Atlético Nacional el equipo más ganador de Colombia. Y ese orgullo se lleva muy adentro del corazón.

Esas mismas personas que unos días antes de la final con Santa Fe se encargaron de ganar el campeonato, otorgándole al plantel  el envión anímico necesario para jugar las dos finales ante los cardenales, además de miles de aficionados más, ya estaban en las calles de la ciudad, otros regados por todo el país, gritando su júbilo. Mientras tanto, cada vez más solos, los jugadores celebraban el título en El Campín. Hacía 37 años que Nacional no daba una vuelta olímpica colombiana por fuera de su casa. Había ocurrido en el lejano 1976 cuando Oswaldo Juan Zubeldía y sus muchachos se coronaban en Manizales. Esta vez Bogotá, que no permitió público de Atlético Nacional, observaba muy de cerca la grandeza que tiene el elenco Verdolaga.

La gente en Medellín y Colombia salía a gritar con los vecinos su alegría, mientras en Bogotá los futbolistas verdes recibían medallas de oro. Mientras El Campín en Bogotá se vaciaba, en el resto de Colombia las calles se llenaban de color, de música, de leyenda. Luego de 180 minutos en que Atlético Nacional fue infinitamente superior a Santa Fe, y lo doblegó en su casa 2-0 con tantos del inmenso Jeferson Duque y de Luis Fernando Mosquera, pudimos entender tantas cosas que solamente la alegría de tener el título en las manos, nos pudo corroborar. La credibilidad en el proceso del profesor Juan Carlos Osorio encontró destino y gracias a él, Nacional hoy vuelve a hablar de identidad. Triunfó su metodología, diferente a la nuestra, más moderna, más especializada, difícil de digerir, pero exitosa ciento por ciento. Por eso vemos hoy tantos detractores con sus armas mirando al suelo. Agazapados esperando una oportunidad que no van a encontrar porque definitivamente los jugadores lo ven como uno más. Se acabaron los rumores de los vestuarios verdes, nadie sale a vender el camerino, todos tiran para el mismo lado. Eso habla de un conductor que prefiere el consejo al regaño. Líder natural que no se confunde en las dudas.

Los cardenales no inquietaban. Tenían la pelota, pero no alcanzaban profundidad. Pasada la media hora de juego, el triunfalismo que había en El Campín comenzó a transformarse en incertidumbre. Era lógico, adelante había un equipo que no solo iba a vender cara la derrota, sino que había viajado a Bogotá a ganar, fortalecido en la impresionante muestra de afecto de una afición que consiguió lo que ninguna otra en Colombia: ganar un título. Por todas las calles de Medellín y de Colombia, los aficionados verdes observaban el partido, tranquilos en la seguridad que mostró esa noche el equipo, seguros de poder vencer, aliados con las emociones vividas en las horas previas cuando a los jugadores se les había entregado el corazón.

Parecía concluir la primera mitad nuevamente en ceros, como en el Atanasio Girardot, cuando ninguno de los dos elencos se hizo daño. Hasta que surgió el método con el que Nacional fue eficaz en el semestre y fulminante la majestuosa noche del 17 de julio de 2013 cuando quedó registrada la vuelta olímpica doce de la historia. Nacional recorrió los 100 metros de la cancha en cuatro pases y desde Farid Díaz, pasando a Macnelly Torres, Sherman Cárdenas y Jefferson Duque, en un fútbol vertical, el sello de la era de Osorio, consiguió un gol psicológico antes de ir a vestuario. Duque entraba a la historia con un derechazo al primer palo de un Vargas que estaba allí, sin saberlo,  para hacer más grande a Nacional, no a santa Fe.

El recuerdo de los hinchas exaltados en el aeropuerto de Rionegro servía de escudo en la segunda mitad para frenar el ataque santafereño. La memoria apelaba a los momentos del recibimiento de la afición en Bogotá en el Puente Aéreo y basados en esas imágenes se intentaba buscar ampliar la diferencia en el arco del frente. El partido transcurría tranquilamente, Nacional no veía peligrar su estrella. Igual a lo sucedido ocho años atrás ante el mismo rival, esa gloriosa camiseta jugó un papel importante. El radiante estadio capitalino en cuestión de minutos había cambiado su escenografía. Ya no había fiesta en Bogotá, parecía que los habían invitado a una lúgubre ceremonia en la que no participarían del carnaval visitante.

Como nos lo manifestó nuestro amigo el profe Juan Carlos Castaño, “ha ganado la metodología contemporánea, después de tanta resistencia del sector tradicional. Ha triunfado el fútbol planificado con entrenamientos organizados y meticulosamente diseñados a las necesidades del grupo. Ha ganado la ejecución óptima de la periodización táctica, ha triunfado la inteligencia de juego basada en el entrenamiento funcional en donde la desidia no tiene participación. Ganó el complejo fenómeno de la rotación que integra elementos fundamentales como la cohesión del equipo, la honestidad, el conocimiento puntual sobre la fisiología y la anatomía”. En otras palabras, ha triunfado el cambio, ha triunfado alguien que estudió, tras recibir tantas críticas de algunos que se quedaron en el tiempo y no se permitieron la evolución que trae consigo el fútbol.

Los pitos, la maicena, el aguardiente era el común denominador de las calles de mi pueblo. No lo vi, pero es fácil imaginárselo. Lógico, tantas vueltas olímpicas te hacen acordar de cada uno de los detalles, por repetitivos. Por cercanos. Por imperecederos. Locura colectiva en cada esquina de Medellín, del Valle de Aburrá, de cada barrio. No hubo freno para el exceso. Nadie quería que lo controlaran y quienes debían controlar, preferían sumarse al festejo. Es la pasión, la esquizofrenia y la demencia que provoca este sentimiento, más popular que los demás, más grande, más exitoso, con más aguante. De pronto, Luis Fernando Mosquera recibió de Macnelly Torres y metió otro derechazo a la gloria con el que sentenciaba la estrella doce para Nacional. La celebración no la vi, me la escondieron los hinchas de Santa Fe abandonando El Campín y cuatro lágrimas que bajaron en ese momento por mis mejillas rumbo al corazón.

Una vez Imer machado pidió la pelota y alzó los brazos, comenzaron a escucharse en occidental y oriental algunos destellos verdolagas de hinchas camuflados que no quisieron perderse la gloria. Ya nadie los retiraba del estadio, habían burlado todo tipo de controles para estar con su equipo, así su elenco no se diera cuenta. Son las actuaciones que provoca este Atlético Nacional grande, inmenso, que luce en sus colores el brillo de una gigante afición que lo persigue por todos lados y no se detiene con ningún inconveniente. El frío cemento de El Campín se apoderaba de la óptica, y parecía hasta extraño que en la cancha hubiera una fiesta. Llegaron las fotos del campeón, la fiesta en el vestuario, los abrazos, la salida al aeropuerto y la llegada a Rionegro. El momento en que empezó otra historia. Similar a la del apoyo antes de partir, diferente porque ya no era un pedido sino un agradecimiento. Aquellas motos, vehículos y buses entre La Rondalla y el aeropuerto que dieron imágenes espectaculares. Aquellos hinchas montados en los colectivos despidiendo a su equipo ya no estaban, seguramente estaban otros que no permitían que el bus de Atlético Nacional avanzara a más de un kilómetro por hora. Aplausos, cánticos, color, fiesta. Es lo que produce el equipo Verdolaga.

El bus del campeón colombiano necesitó dos horas para avanzar 500 metros y poder salir del aeropuerto e internarse en la autopista hacia Medellín donde increíblemente (mentiras, para este pueblo está demostrado que no hay increíbles), lo esperaban más de diez hinchas al lado del estadio a las cuatro de la mañana. El recibimiento fue apoteósico. 10 mil próceres verdolagas vitorearon a su equipo recordando la gesta capitalina. La noche en que Juan Carlos Osorio dejó su impronta, ratificó su modelo y pateó el tablero de las tradiciones, refrescándonos una revolución futbolística propia de los distintos, de los diferentes, de los adelantados. Porque pensó la final en 180 minutos, no partido tras partido. Por eso el día que Wilson Gutiérrez en Bogotá quiso ofenderlo, él le llevaba cuatro días de ventaja de haber pensado la final. En El Campín, vimos el compromiso que Wilson Gutiérrez no supo jugar. Suficiente para pensar en que, en los próximos meses, la directiva no revisará el proyecto Osorio. El alba acompañaba la salida del bus verde hacia la sede. Allí viajaban los futbolistas campeones y los trofeos para las vitrinas. No importaba el cansancio, ni el poco sueño. Quedaban para siempre los momentos memorables en que los hinchas le habían puesto altivez a la conquista. Y la felicidad eterna de cada aficionado de irse a su hogar pensando seriamente en la gratitud que le debe a sus colores por el solo hecho de que Nacional siempre aparece, cuando existe una oportunidad como la de Bogotá. 

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